No tengo nada claro la química de la relación.
Mejor dicho, la bioquímica.
La física sí.
No te confundas: hablo de física como ciencia.
Es sencillo.
Atracción y repulsión.
Todo depende del sentido del giro.
Si hay atracción, se comparten electrones; comienza la química,
la materia se vuelve más compleja.
Si no, se repelen.
Espacio de por medio.
La química kósmica, cuando se encarna, se convierte en bioquímica.
La bioquímica, como herramienta evolutiva, también está clara.
Ya sabes: imperativo genético, diferenciación,
supervivencia de las especies por mutación.
Todo se va a la mierda cuando aparece eso del sapiens:
cuando el neocórtex soslaya el imperativo kósmico de testificar
y comienza a dar por culo decidiendo.
Esa historia de decisiones —digamos corticales—
empieza a estar condicionada no solo por la genética,
sino por la respuesta al entorno de cada personaje
en la historia evolutiva.
Y en consecuencia, aparece un nuevo elemento de memoria:
la epigenética.
Surge un árbol histórico de decisiones,
de respuestas correctas e incorrectas
para cada vida que las optó,
pero que confunden a los siguientes linajes.
Me diréis: sigue siendo bioquímica.
Sí, pero bioquímica moldeada por el entorno.
El demiurgo no es kósmico, sino experiencial.
Humano.
Regido —digamos— más por una corteza muy condicionada
por la amígdala y la epigenética transgeneracional,
que por lo cognitivo.
Sí, lo cognitivo.
Regido por el neutrino.
Lo nuevo en la ecuación que nadie tiene en cuenta.
El verdadero demiurgo desde un backstage profundo,
nuclear, físico, a través de la fuerza débil.
Radiactivo.
Directo al núcleo.
A la forma.
Al protón.
Soslaya químicas y bioquímicas,
ajeno incluso a paridades y quiralidades,
a atracciones o repulsiones.
De alguna manera, define la pureza.
Un amor puro, ajeno al entorno y al otro.
Quizá un amor imposible para lo humano.
O maybe only para unos pocos.
© Alf Gauna, 2025